domingo, 28 de junio de 2009

Odoris


Nunca lo aceptaré como una enfermedad, doctor, para serle sincero ni siquiera creo que deba pasar por esta especie de terapia confesional.
Soy, lo que se dice, un hijo de nuestro tiempo. Veo tele, descargo música y no pienso en la muerte. Paso entre la universidad y las juergas de sábado, no uso preservativos y siempre me vengo fuera. Soy, además, lo que se puede llamar el prototipo del vástago rebelde, cambié a la tradición de arquitectos en mi familia por el periodismo. Nunca levanto la voz y a veces plasmo un beso en la frente de mi madre. Como verá, nada digno de analizar.

De inmediato el “pero” que tanto espera, doctor. Fue una noche en la que mi apatía intermitente cambió una discoteca babilónica por quedarme en casa, tirado en la cama escuchando Tom Waits. Boca abajo y mi brazo izquierdo rozando el piso. Dos segundos para dejar atrás mi amodorrada vida. Lo he pensado todos los días a partir de entonces, pero sigo sin saber por qué razón llevé la sandalia a mi nariz; más aún, por qué en vez de regresarla repulsivamente al suelo me quedé aspirando por un instante eterno la pestilencia del sudor de mis pies, impregnada en el jebe desgastado y huraño de la chancleta. El insólito placer de un humo invisible taladrando mi cerebro desprevenido, dopándolo al punto tal de tener la certeza absoluta que, en adelante, los olores putrefactos serían la única satisfacción real de mi existencia.

Aquí es preciso un background en la narración para que visualice cuán nauseabundo era el hedor que aquella noche inauguró mi adicción inverosímil. Hay que remitirse a mi infancia y no porque haya tenido una experiencia similar (además todo niño es un poco cochino, ni qué decir de la pubertad donde los pedos se celebran como olorosos actos de rebeldía) sino por un hecho concreto de aquellos años; verá, doctor, mi dermis es exageradamente sensible, sobre todo en las zonas que comprenden manos y pies, la menor hostilidad genera heridas profundas que en otros no pasarían de leves rasguños; por eso hasta mis once años, Miluska, la empleada de la casa, se encargaba de cortarme las uñas con una técnica llena de afecto y exenta de daño alguno. Pero Miluska se fue como parte del ajuste de presupuesto que, decía mi viejo, un gobierno de cachacos sin cachacos le obligaba a hacer. A partir de ese momento, tuve la responsabilidad de evitar que cada sesión de limpieza terminara en carnicería. Inútil, todos mis intentos manchaban de rojo la toallita para los pies. Desde entonces, doctor, sólo secciono mis uñas cuando su tamaño supera el alcance de mis dedos, por eso es fácil para la mugre encontrar asilo prolongado en extensos condominios. Agréguele a eso un incontenible sudor hereditario y voilà.

Tras un periodo de solapadas y cada vez más profundas aspiraciones del elixir humeante de mis olores pedestres, empecé a buscar qué otros aromas fétidos proporcionaban placer tan bizarro. Fueron fáciles de encontrar y aun más fáciles de cultivar. Mi madre nunca estuvo tan feliz de ver a su hijito ejercitarse a diario. Trotaba por parques verdes pero asfixiantes durante hora y media, para luego encerrarme en el baño a disfrutar del humus invisible que emergía de mis axilas exhaustas y mi entrepierna sudorosa. Por otro lado, nunca le presté atención al ubicuo edén de comida chatarra hasta que éste me permitió acumular viscerales residuos tóxicos que disfrutaba después, ya procesados en flatulencias, a las que me entregaba envuelto en una sabana para impregnar mejor su olor profundo y no dejar escapar ni un milímetro de su podredumbre casi orgásmica. Era mi propio cuerpo una parcela para la adicción.

Pensará, doctor, que soy un degenerado que busca mierda por doquier, pero lo cierto es que cuando no consumo olores soy el tipo más limpio del planeta; nunca me zampó en una cola, respeto al policía y jamás aceptaría conseguir un trabajo en base a mi apellido. Jamás he buscado tufos hurgando en los basureros públicos y regocijándome con el apretujado aroma de una combi en horas punta. Sepa, doctor, que mi adicción está confinada al ámbito exclusivo de mi anatomía. Ególatra era el vicio hasta que otra variante llegó a interrumpir mi consumo privado de pestilencias.

Puesto cinco: el tufillo fugaz del cerumen acumulado en mi ombligo después de un día agitado. Puesto cuatro: el cálido aroma que desprenden los dedos sucios de mis manos, tras frotarlos contra las puertas de mi nariz infestada de mocos. Puesto tres: la pestilencia de mi propio semen camuflado entre las hilachas desprendidas de una toalla. Puesto dos: el sauna, improvisado y perfecto de la sábana y los pedos chocando contra sus paredes para viajar luego por el puente de mis fosas nasales. Puesto uno: mis uñas rebeldes, la mugre, el sudor, todo mezclado en el depósito plano de una sandalia barata.

Ese era el top de mis emanaciones corporales, suficientes para satisfacer mi onanismo nasal hasta que conocí a Frau Alberta Himelblau, modelo alemana de 23 años cuya peculiaridad corporal (me niego a llamada enfermedad) vino a ser algo así como la mugre de mi uña.

Trimetilaminuria es el nombre técnico aunque los pocos casos que hay en el mundo (tres para ser exactos) han sido agrupados bajo el denigrante título de Síndrome del Olor a Pescado Podrido. Una niña española, un ingeniero tailandés y Frau Alberta son los únicos registrados con este desorden corporal cuya principal consecuencia es la emanación de un fuerte olor a podredumbre a través del aliento, el sudor y la orina. La causa es un fallo en la asimilación de la trimetilamina, componente presente en varios alimentos de consumo cotidiano (pescado y mariscos, principalmente) Este hecho, unido al fallo metabólico que sufre el paciente, provoca que esos alimentos sufran una oxidación en el hígado, lo que produce ese característico olor a pescado podrido. Como verá, doctor, llegué a memorizar aquello por lo que Frau Alberta fue expulsada del círculo snob de la moda europea a pesar de su belleza de leopardo extraviado. Tras su destierro fue probando suerte en distintos mercados hasta recalar en el peruano, donde vale más rubia apestosa que chola perfumada.

Cuando me acerqué a ella, sin embargo, lo hice movido por su belleza y por ser la única en la fiesta que no se contoneaba en un baile orgiástico junto a tipos apestosos de whisky y lujuria; no era timidez, lo supe luego, sino evitar una transpiración que abriese los portales de su mal olor. Aquella noche apenas pude sacarle alguna sonrisa tímida pero quedamos en volver a vernos. Salimos cinco o seis veces, siempre a parques o lugares abiertos. La noche en que Frau Alberta aceptó ir conmigo a la casa de campo que mi padre utilizaba para sus revolcar sus conquistas (y que me confió a los dieciocho, como estúpida señal de confidencia entre matadores) tal vez presintiendo un desastre, me contó entre lágrimas su historia; a medida que detallaba sus desventuras, yo me convencía de que sólo un influjo divino podía ser causa de semejante regalo. Descuida, le dije, me gustas más allá de cualquier síndrome, no te adelantes por ser amable, respondió, déjame intentar murmuré y empecé a tocar su cuerpo luminoso mientras un olor placentero se acercaba, contra su voluntad, a los brazos abiertos de mi nariz.

Fueron meses de felicidad inagotable. Doble placer el de coreografiar torpes movimientos montado en ella, mientras aspiraba el hermoso hedor que emanaban sus senos, caderas y gemidos. La acariciaba como quien exprime la cáscara de un limón para extraer el zumo; acostumbrada al egoísmo usual del macho cabrío, Frau Alberta respondía con gemidos psicodélicos la incansable disposición de mi lengua para derrochar saliva en su sexo y sin pedir reposiciones; era justo, disfrutaba ella de maratónicas sesiones de placer submarino y moría yo al absorber en pleno, la pestilencia divina de su entrepierna extasiada, incluso algunas veces tuvo que avisarme que ya estaba de vuelta del paraíso pues yo seguía aspirando de su fuente divina. Dormíamos luego, ella cantando en alemán y yo acurrucado en los rezagos de pestilencia provenientes de su vientre aún sudoroso. Nunca le dije la verdad, doctor, pues soy un convencido de que para que una relación funcione, es indispensable que sólo una mitad sea sincera.

Aunque al comienzo de mi relación con Frau Alberta, la búsqueda insaciable de placeres aromáticos alcanzaba para esporádicas sesiones de sandalias contundentes y pedos encerrados, a medida que iba descubriendo nuevas y mejores formas (ya no sólo en el sexo) para disfrutar a plenitud del hedor de mi novia, fui postergando los mecanismos originales de mi adicción. Es gracioso, doctor, en algún momento pensé que esa “traición a los principios” traería consecuencias. Y aunque mi paulatino desdén a la génesis de mi vicio nada tuvo que ver con el funesto declive de los hechos, igual sentí un punzada karmática cuando Frau Alberta me dijo, entre lágrimas de júbilo, que habían encontrado una cura para el olor a pescado podrido. Sepa usted, doctor, que hasta ese entonces la única forma de hacerle frente a la trimetilaminuria era mediante una estricta dieta que ignorase los alimentos más proclives a generar el desorden, artimañas nutricionales para amortiguar pero no sanar. Hasta que a un sueco hijo de puta, en vez de seguir con lo del cáncer, se le antojó crear una bacteria que, inoculada en pequeñas dosis durante un par de meses, restauraba la correcta asimilación de la trimetilamina y el fin de mis días.

Al principio, ella tomó mi gesto adusto como una rara forma para expresar felicidad, luego lo entendió todo. Mi discurso empezó con “perra” y terminó con “te lo ruego” en medio, una confesión inconexa y detallada sobre mi vicio, seguida de humilladas peticiones para que desistiese de regresar a Europa en pos de una cura que nos separaría para siempre. La bofetada habló por ella. No la volví a ver. Supongo que las pasarelas de Milán la han recibido como a una hija pródiga libre de fetidez.

Mis padres respondieron como esperaba ante mi depresión y aceptaron como la mejor medida para socorrerme el alquiler de un departamento en donde me entregué, desde la primera noche, a la inútil labor de buscar con ansia enferma la vuelta a los olores clásicos y su efecto descomunal en mi cabeza. Por más que trataba, aunque mis gases salieran con mierda sólida, nada resultaba suficiente ante el solo recuerdo de Frau Alberta y su hediondez. Llegué incluso a lamer las chancletas y meter en mi nariz irritada gotas de semen ahorcado pero eran intentos fatuos, terminaba en el suelo lleno de viscosidades y llorando por el asesinato de Frau Alberta, mi otrora fuente de placer, convertida ahora en la chucha perfumada de algún diseñador.

El asunto empeoró cuando mamá, en una visita improvisada, me encontró con la cabeza en el inodoro, buscando entre mi propia caca la felicidad extraviada. Fui excusa entonces para esas típicas reuniones familiares, donde por fin se encuentra el valor para sacar trapitos al aire. Se decidió que lo mejor era aislarme del mundo, no vaya a ser que se mancille el nombre de la familia con la ventilación de la historia. Empeoraron la ayuda sentándome, casi a empellones, en el diván de un psiquiatra.

Por eso estoy aquí, doctor. Escapar de la vigilancia de mis padres no fue fácil pero le aseguro que en el fondo agradecen no tener que lidiar más conmigo. ¿Entiende ahora la necesidad de esta operación? ¿Comprende por qué preciso agrandar mis fosas nasales? Usted que rió al comienzo, sabe ahora que dispenso de ampliar mi capacidad para extraer malos olores y así volver a ser el tipo anónimo y feliz que era hace apenas un año. No, no creo que me mude después de la cirugía, en cualquier lado seguiré siendo un paria de los aromas fétidos. El mundo perdona la mierda, doctor, pero no sus olores.

1 comentario:

Mlogger dijo...

tremendo cuentaaazo!