jueves, 17 de diciembre de 2009

El tango de la memoria incierta

- ¿Crees que lo encontremos?
- Seguro, siempre está parado por aquí.

El aguacero quiteño empezaba su monotonía vertical pero mi colega estaba confiada de dar con él. No hubo que esperar mucho para corroborar sus predicciones. En mitad de la avenida Venezuela, protegiéndose de la lluvia bajo el techo de una tienda de trajes usados estaba el músico. Aunque no tocaba canción alguna llevaba la guitarra en clara posición de alerta. Nos acercamos. No pareció notar nuestra presencia hasta que le toqué el hombro.

- Disculpe, señor, ¿será que podemos conversar un ratito con usted?
- Yo no tengo ningún problema –fue su respuesta categórica-
- ¿Nos sentamos en algún lugar?
- No, yo nunca me siento cuando trabajo.

Una hora después seguíamos en el mismo sitio, de pie y con la lluvia entrometiéndose en la conversación. Atanasio Vedoya empezó su historia dejándonos en claro que ahí, en el escenario de una calle transitada o en cualquier escenario, su nombre artístico era Miguel Monterrey. Ochenta años cumplidos, una vida errante y a tantos errática “porque usted sabe, los músicos son como los gitanos” me dijo esbozando una sonrisa inquieta bajo su gorrita de cuero negro.

Empezó a tocar guitarra junto al mismo muchacho que, asegura, secundaba a Carlos Gardel en sus inicios barriobajeros. Poco a poco fue sumándole talentos a su jornada: el canto en primer lugar y la composición después. Su memoria dicta que grabó treinta temas con orquesta en su natal Buenos Aires antes de partir hacia lo incierto en 1994. Dice que pudo ser famoso en Argentina, pero prefirió el anonimato errante aunque no desprovisto de triunfos a punta de canción “He estado en todo Sudamérica y siempre me han tratado bien, en Perú conocí al presidente Fujimori y en Colombia canté dos meses en un programa que se trasmitía a nivel nacional.” Como quien mete hojas sueltas dentro de un libro de tapa dura, Don Miguel intercalaba historias de famosos entre las páginas de su propia biografía. Atahualpa Yupanqui, Charles Chaplin y sobre todo Gardel asomaban en el relato mientras los goterones cada vez mas gruesos mojaban los billetes desaliñados –soles, pesos, y hasta jubilados sucres- con los que había decorado su guitarra.

La incertidumbre empezó a asomar a medida que intentábamos despedirnos y él encontraba una nueva y “última” historia que contarnos. Y es que más que una conversación, lo de aquella tarde fue el monólogo tardío de un anciano afable. Pero ¿cuánto había de cierto en sus historias? La inverosimilitud de algunos pasajes de su carrera –que de pronto se extendió no sólo a músico sino también a cómico y director de cine- y ciertas contradicciones de tiempo y espacio pusieron entre nosotros y don Miguel una nube invisible de dudas que él trataba de sortear con una nueva e increíble anécdota. Como cuando fue a cantar donde unos mafiosos, como cuando se peleó con una reconocida actriz, como cuando le ofrecieron ir a Europa… ¿Es posible tanta aventura?

¿O será acaso que no queremos creer? Pensé ¿Será que incluso a un lugar tan propicio para la ensoñación y el recuerdo como el Centro Histórico de Quito había llegado la incredulidad de una época donde se ve demasiado pero se mira poco? A lo mejor no es que no existan gitanos errantes y músicos que pasan el día a día con cinco centavitos de felicidad sino que nos negamos a verlos más allá de la ficción. Miguel Monterrey interpretó con voz casi apagada un tango sin costo alguno antes de guardar su herramienta de trabajo y echarse al bolsillo las pocas monedas recolectadas durante la jornada. Como colofón a su relato nos dijo que planeaba irse a México no sin antes grabar un tema compuesto especialmente para Quito. “Mañana tengo la primera grabación. Que el de arriba les premie” dijo antes de retirarse. Buena suerte Atanasio. Buenas tardes Don Miguel. Queda la incertidumbre sobre la verdad de sus palabras. Aunque tras unos pasos decidimos –qué más da- creerle todito.
Como dice un tango de Piazzolla

¡Loco! Cuando anochezca en tu porteña soledad,
por la ribera de tu sábana vendré
con un poema y un trombón
a desvelarte el corazón.

(foto de Alegría Acosta)

La naranjilla mecánica, como si Kubrick viviera

Lo mejor de este lugar que uno no termina de enterarse de qué va. Supuestamente es una galería de arte con vocación de café. Pero también es un restaurante psicodélico y hasta una discoteca fulgurante. Ya de entrada uno descubre que la fachada -recatada como niña de escuela católica- es precisamente eso: pura fachada. Tras un breve pasadizo empiezan los cuartos infinitos cada uno más extraño y cómodo y deslumbrante y nuevamente extraño que el otro. Hay desde la sala de peluche, aniñada, con sus almohadones de zebra, hasta una zona que parece sacada de Mad Max, aquella película de ciencia ficción que lanzó a la fama a Mel Gibson. Tanto ambiente bizarro te provoca echar una canita al aire a la normalidad del día a día y descuida, los mozos lo saben de antemano por lo que junto a la carta te entregan un cuaderno donde, cual niño que descubre el poder del lápiz, puedes rayar a discreción sobre las hojas blancas mientras te preparan un cuba libre. Las exposiciones son siempre inquietantes y el decorado muda cual piel de serpiente. Como para sentir que no se entra más de dos veces al mismo sitio. Kubrick asentiría emocionado.

Vértigo religioso

Se divisa desde casi cualquier punto de la ciudad; ella controla a Quito entero en su forma de serpiente. Construida a partir de 1873 como un homenaje al Sagrado Corazón de Jesús, La Basílica nos recibe imponente. La reverencia es obligatoria, también el silencio. Sin embargo, a diferencia de muchas iglesias, ésta no sólo hace postrarnos ante su majestuosidad –comparada por algunos con las de San Patricio o Notre Dame- sino que nos invita a formar parte de su vista magnánima previa penitencia corporal.

La imponente fachada, sus veinticuatro capillas como veinticuatro las provincias de Ecuador, el panteón de los gober
nantes, las sempiternas columnas ancladas sobre una colina, los apóstoles y evangelistas que desde lo alto resguardan la nave central… todo queda en segundo plano comparado a la adrenalina de subir al campanario de la Basílica. Si se tiene alma –y sobre todo el físico- de
deportista, se puede hacer la totalidad del camino a pie. Si sobran intenciones pero faltan las fuerzas un elevador nos puede dejar en el tercer nivel. A partir de ahí empieza una verdadera ascensión al cielo. Son 235 escalones que van progresivamente de la seguridad del concreto simétrico hasta el endeble acero de líneas verticales donde hay que trepar usando manos y pies y nervios templados. A medida que se sube uno puede ver a, por un lado, las gárgolas con formas de reptiles y anfibios pertenecientes a la fauna ecuatoriana cuyas fauces amenazantes custodian la fachada principal y, por el otro, en una línea perfecta y a lo lejos, la virgen del panecillo haciéndole venia a nuestra aventura.
La primera parada es dentro de un reloj. Estar dentro de una maquina reguladora del tiempo que se jubiló en 1993 hace inevitable alguna breve reflexión, algunos incluso han dejado constancia de su pensamientos en las paredes blancas que sostienen el círculo gigante del reloj, como aquella amante anónima que, usando tinta roja, juró querer a Marco por siempre para que nunca le olvide, de esto no hace cinco años ¿cumplió su promesa? El tiempo, el implacable, el que pasó. Seguimos subiendo y las escaleras son cada vez más difíciles y el aire golpea con mayor fuerza las mejillas recordándonos que nuestra fragilidad es directamente proporcional a la altura
que vamos alcanzando.

Nos reciben tres campanas y sus respectivas sogas para hacerlas sonar como una travesura infantil cerca a las nubes. Si en el cuarto de abajo tenemos la sensación de custodiar el tiempo en éste podemos controlarlo. El ruido mojado y su reverberación que en otros tiempos regía la vida
de una ciudad entera. Queda poco para la cúspide. Se mezclan las sensaciones de poder y sumisión, ser inmensos e insignificantes. El último cuarto no tiene piso sino vigas entrecruzadas donde más que caminar se hace acrobacia. Aberturas diminutas en las esquinas de la cúpula nos invitan a conocer el vértigo.
Estoy en una de las cuatro esquinas exteriores del cuarto más alto de la Basílica. Una porción de concreto que apenas deja espacio para sentarse en un desafío a la sensatez. Mis pies cuelgan y el aire, ahora sí, no sólo sirve para respirar sino también para temer. Desde este punto las casas y edificios de Quito son apenas triangulitos y rectángulos de colores, los autos son hormigas y las montañas compañeras de altitud. Solo queda estarse quieto y en silencio. Ya el descenso nos devolverá progresivamente al ruido del mundo.

(fotos de Alegría Acosta)

¿No gusta pasar a tomar una tacita de café?

Esta es la historia de un padre y un hijo que se hicieron amigos por el trabajo. También es la historia de una convivencia silente entre la tradición y la modernidad. Todo, en la cafetería más antigua del centro de Quito.

Cuando la caja registradora se posó en el mostrador de La Modelo, Don Guillermo Báez supo que había perdido la batalla contra los nuevos tiempos. Aquella máquina llena de números diminutos y teclas enigmáticas representaba el posicionamiento definitivo de una era distinta en su cafetería de toda la vida.

Hasta ese entonces, fiel a la tradición que fundó en 1950, las cuentas del local se hacían a mano y confiando en la honestidad del cliente que se acercaba al mostrador a decir lo que había consumido. La llegada de un aparato insensible que
evitaba la trampa y agilizaba el movimiento en la cafetería fue el pináculo de la filosofía de cambios que Guillermo Báez (hijo) venía proponiendo desde que empezó a trabajar junto a su padre, primero con el miedo de un principiante, luego con la autoridad de quien aprende los secretos de un negocio que, más que económico, siempre fue sentimental.

Sin embargo esta “batalla” nunca fue una lucha de egos sino una conversación prolongada para darle algo de funcionalidad a una cafetería que jamás perdió su esencia. Así pues, aunque Don Guillermo no volvió a cobrar las cuentas ahuyentado por el nuevo inquilino de metal, la sencillez afable con la que solía atraer comensales se mantuvo. Y se mantiene aunque ya son tres años de su ausencia.

El local tiene la simpleza de un café tinto servido en taza blanca. Mesitas circulares cubiertas de
manteles a cuadros, dispersas en simétrico desorden. Desprovisto de
adornos innecesarios, La Modelo es propicia tanto para un desayuno rápido como para una merienda apacible viendo caer la lluvia. Del padre –estricto pero entregado- quedan la atención esmerada, los helados y el ponche artesanal que le ha valido a La Modelo más de un mención en la prensa y un eterno reconocimiento de la gente que frecuenta el centro de Quito. El hijo modernizó la administración e inauguró un segundo piso para que nadie se quede fuera. Los cuadros que cuelgan de las paredes son bitácoras desteñidas de una historia familiar: fotos, afiches y recortes de periódicos que hablan tanto de la tradición del primer Guillermo como de la perseverancia del heredero, todo esto mientras por entre las rendijas de la diminuta cocina se filtran olores que valen más que mil palabras.

Bonus Track: Una tarde aparece un tipo que saluda a Guillermo hijo con inusitada amabilidad para un desconocido. “usted no sabe quién soy, pero su papá una vez me sentó en una mesa con una joven desconocida debido a que el resto de mesas estaban ocupadas. Bueno, ella ahora es mi esposa” dicen que dijo.

martes, 15 de diciembre de 2009

Catarsis, volumen II

Mediante el presente texto yo, Iván Castro Marchán, de nacionalidad peruana y con documento de identidad 42559747 me presento ante ustedes y expongo mi aversión hacia lo siguiente:

Hacer promesas, creer en ellas, no cumplirlas, volver a prometer. La renovación estúpida del ánimo bajo pretexto de “todo estará mejor.” La confusión de amistad con borrachera. La confusión de borrachera con honestidad. La confusión de honestidad con falta de tacto. El súbito sentimiento de peruanidad –merced de Gastón y Un lunes señor Vallejo- bajo el cual muchos esconden el sarro perenne de racismo e intolerancia que llevan en los calzoncillos. Los munditos intelectuales y la gente que los habita con actitud respingada hacia todo lo que no sea olerse entre ellos el tufo de su talento sobrevalorado. Los relojes caros, los pantalones baratos. Los dvds que vienen rallados y los audífonos que se malogran al segundo uso. La carnicería disfrazada de eficacia que cotiza en Lima. El letargo disfrazado de pausa que se acartona en las provincias. La estupidez de la música bailable pero más aún la patética superioridad de quienes le hacen asco. El que reclama al cobrador mientras bota una cáscara de plátano por la ventana. Los que dicen “yo no veo futbol peruano sólo la champions”. Las chicas que no besan con lengua, los que niegan que aún se masturban. Los rateros con buenas tabas, las putas que lloran en vez de cobrar y los maricones (que no es lo mismo que los homosexuales) Los que creen que no es con ellos, los que creen que todo es con ellos. Las enfermizas acepciones de rebeldía, arte, libertad y estética del nuevo siglo. Los libros de Coelho. Los que reniegan de Coelho aunque no puedan escribir un párrafo decente. Los que se drogan por joder, los que no se drogan por incordiar. Las aberraciones del idioma disfrazadas de jerga. Decirle “Gabo” a García Márquez, escribir io en vez de yo. Las resacas que no valen la pena. Viajar en pasillo, perder el último cigarro, venirse antes de tiempo, las baladas que riman corazón con canción, el insomnio, la vara, la ociosidad. El temor de herir a alguien. El confundir ese temor con cariño. El nunca pero nunca saber…

Lo patéticamente tópico de este post.

El recuento

Hacer listas de fin de año es un clásico. Claro que para que este ejercicio tenga cierta validez es necesario dominar con amplitud el campo sobre el cual se evaluará lo mejor o peor de los últimos doce meses (música, cine, literatura, fútbol o pornografía) Qué diablos, aquí una breve y antojadiza selección de un 2009 que, en lo personal, despido más con un “lárgate de una vez” que con un “fue un placer”. Coincidan o renieguen…

Mejor película: Enemigos Públicos (Michael Mann)


¿Cine comercial que asegure la taquilla o cine de autor que defienda una estética? A esa eterna interrogante Mann responde con un ¿y por qué no ambos? Aprovechando la textura, por muchos repudiada, que brinda el uso de una cámara digital, el director reinventa el cine de gansters con una historia clásica: el asenso y caída de John Dillinger, una suerte de Robin Hood de los años treinta. Buenas interpretaciones, logradas escenas de acción y un tipo dispuesto a morir antes que transar con su forma vida. ¿Algo más? Sí, Marion Cotillard… perfecta.

Mejor canción: Wheels (Foo Fighters)


O cómo alcanzar la madurez musical sin que ésta sea sinónimo de aburrimiento. Una de las dos nuevas canciones que Grohl y compañía grabaron para su disco de grandes éxitos, Wheels suena a rock and roll clásico en tiempos en que el término es casi una broma de sí mismo. Como para despejar toda duda: mitos aparte, los Foo hace rato superaron lo hecho por esa otra banda en la que el buen Dave era baterista. When the wheels come down…When the wheels touch ground…

Polvo de estrella: Michael Jackson, This is it

Como es usual en este ingrato mundo, tuvo que morir Jacko para que, oh sorpresa, se redescubra que –polémicas aparte- era un artista descomunal. En ese aspecto, la ¿película? ¿Documental? de Ortega demuestra –sin ningún intento de trascendencia- que, sin importar cuan delgado, pálido y ausente de la realidad estuviese Michael, le bastaban tres minutos y un par de giros para dejar tirando cintura a cualquier artista pop actual. Un genio cuya redención debió llegar un poco antes.

Tv que no es basura: El inefable House

Aunque la serie empezó hace cinco años recién este 2009 tuve el placer maratónico de conocer al hijo de puta más entrañable de la tv. Un doctor que, cuando no hace las labores de detective noir a la caza de enfermedades imposibles, nos muestra con crudeza que, después de todo, la civilización es solo un maquillaje hipócrita que oculta perversiones primitivas y, ocasionalmente, algo de bondad. Adictivo, como el vicodin.