martes, 18 de agosto de 2009

San Nicolás, agua calma y piedras en silencio

Existen lugares que se disfrutan más con un grito compartido o un gesto de exclamación en voz alta. Otros, requieren del silencio para dejarse apreciar en su real inmensidad. La laguna de San Nicolás exige la ausencia de todo ruido que no sea el del viento haciendo pequeñas olas en el agua y balanceando la vegetación circundante en un prolongado baile sin música. Y encima de ésta y vigilando el paisaje, los vestigios de una resistencia ancestral también esperan una visita sin más ruido que el de la propia respiración.


Cajamarca nos recibe con un sol amable y una arquitectura contradictoria. Una inconsistencia -quizá necesaria- que ha hecho que en muchos sectores, la presencia de una modernidad mal concebida le meta cabe al paisaje colonial dejando una sensación similar a la de una chica bonita que se sobre esfuerza por lucir mayor con un exceso de maquillaje. A pesar de ello, y amparado en las reverberaciones del sol serrano en las iglesias imponentes y los tejados de las casas, la ciudad termina siendo un agradable previo a la ruta que nos espera. De ahí partimos con lo indispensable para cualquier viaje: agua, atunes, una libretita de hojas amarillas y un puñado de canciones cuya duración es proporcional a la duración del camino. En la radio habla el presidente. Preferimos no oírlo. Más tarde optaremos por dejar otros sonidos también.
Son 47 kilómetros al sureste de la ciudad, por una carretera que pasa de ser una línea recta con valles amplios a ambos lados a un zigzag algo mareante. Nos metemos entre los cerros; esos guardianes silenciosos que confabulan para no aburrirnos, variando su coloración que trasmuta de un marrón solitario a un rojo sangre pasando por un verde pálido. En uno de ellos, algún entusiasta ha dejado tatuado a gran escala el escudo de su colegio mientras que en otros, varios pinos disfrutan de su adolescencia incipiente antes de volverse árboles de porte serio.
La primera parada es en Namora, un típico pueblito de la sierra cuyo corazón es una placita austera cuyo corazón, a la vez, es una pileta que derrama un chorrito endeble de agua mientras mira a la iglesia de manera perpetua. Desde aquí nacen cinco caminos, uno de ellos nos lleva a la laguna de San Nicolás a través de una trocha que casi roza las casitas de adobe y sus desencajadas puertas de madera. Al lado de muchas de estas viviendas hay talleres donde hombres de camisa gris y sombrero de paja trabajan sobre madera recién cortada. No es de extrañar, el pueblo de Namora es famoso por ser el lugar donde se fabrican muchas de las guitarras que luego inundan todo Cajamarca con sus sonidos de acústica perfecta. Seguimos las indicaciones de niñas avergonzadas y un heladero que maniobraba su triciclo con destreza por un camino accidentado. En menos de diez minutos llegaremos a San Nicolás.
Un muro sempiterno que parece acostumbrado a la soledad y al frío nos avisa que falta poco. Tras una subida en el camino, de esas que sirven para crear expectativa, divisamos paulatinamente la amplitud serena de la laguna. La carretera sigue, pero el sentido común sugiere acercarnos caminando. El viento sugiere callarnos y observar ese gran charco celeste donde algunos patos nadan sin dirección precisa mientras la matara emerge en ciertos puntos en forma de un bosque que toma aire por encima del agua.
Varias casas circundan la laguna. Una en particular parece estar ahí para formar parte de una postal inolvidable: al borde del agua, casi como una extensión natural de la misma y con un caballito de totora en la entrada para establecer un vínculo irrompible entre el hombre y la laguna. La bordeamos con paso lento, y ya completamente inmersos en la ausencia de palabras porque así como alguna música entra por los ojos, algunos paisajes también se cuelan por los oídos y la nariz. Mientras un par de hombres con el agua a la altura de sus rodillas y usando un simple cordel intentan pescar algo, le preguntamos a una viejita en qué dirección está la fortaleza de la que hemos escuchado hablar. Señala lo alto de un cerro sin casas. Se llama Coyor y hacía allí nos dirigimos tras humedecernos las manos y la cabeza sin que eso inmute a la vida que habita la laguna.
Es una escalada sin contratiempos pero con poco espacio para el descanso. Cientos de pies precederos a los nuestros han dejado un camino zigzagueante que evade arbustos piedras y algunas vacas que pastaban por ahí al momento de nuestra subida. Llegamos a la cima y la panorámica del gran charco nos hace olvidar por un momento la razón del asenso. Puestos nuevamente a encontrar la fortaleza y guiados por otro camino hecho de constancia nos metemos por entre arbustos cada vez más altos y tupidos. Escondidas entre estos arbustos divisamos las primeras piedras. Nada mejor que el suspiro inmediato a la certeza placentera de llegar.


De aquella construcción en la que el pueblo Caxa dio su última resistencia al avasallador poderío inca quedan apenas tres paredes incompletas de poco más de dos metros de altura. Aun con todo, y amparados en la inmensa soledad que se respira en el sitio, aquellos murales infunden el mismo respeto que en antaño fue bastión de rebeldía de los caxamarcas y que hoy es un santuario de piedras, arbustos y viento helado. Un respeto que sin embargo no resiste a la tentación de escalar una de esas paredes. Justo la que mira al valle y la laguna. Desde ahí sentados y con la amplitud serrana llenándolo todo; solo nos queda estarnos quietos y dejar que el paisaje nos deje ser parte momentánea de su estructura eterna y taciturna.

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