domingo, 5 de julio de 2009

Pistolas

Entonces volvió a pasar. Ella llegó con la prisa de una tarde, ausente de todo; los ojos apenas visibles tras un flequillo con forma de ciudad. Se bajó los pantalones y me hizo el amor. Digo me hizo, porque entre el ver difuminadas sus blancas piernas desnudas y sentir que un breve temblor espasmeaba mi cuerpo apenas pasaron dos minutos. Ella vino, me hizo el amor y no pude entender nada. Nunca entendía nada, la verdad. Ni ella se molestaba en explicarme. Y no debo mortificar mi cabeza con ello ya que, salvo el mantener su flequillo tapándole perfecto los ojos, nada parecía llamar seriamente su atención. Supongo que la vida se le antojaba como un cerillo inerme, encendido entre los dedos: sabía que podía apagarse o quemarle la piel pero lo dejaba consumir con una parca ausencia en la mirada. Nada más opuesto a mi hipocondríaca visión del mundo. Quizá por eso se fijó en mí, por la cuestión aquella de los polos opuestos, aunque lo más probable es que solo decidió echarse un polvo y luego otro y luego siete y seis y nueve. Todos igualitos, además. Todos sin mí.

Parada en la ventana me hizo recordar una canción. Silbé mentalmente. Qué rica eres debí decirle pero en cambio silencio, malditas sean las noches desveladas con una lucecita roja como un parque entero, caminar a solas entre discos de vinilo es privilegio de pocos, menos yo. Todo eso debí decirle o al menos qué rica eres. Callé una, dos, siete, seis y nueve veces. Parada sobre la ventana dejaba que el fósforo se siguiera consumiendo. Me ardían los labios de no decir nada.

Cuando llegó la policía apenas pude recordar que la conocí en el Yacana, bailando Soda Stereo. Recordé también que nunca había visto a mi abuelo y tuve una erección al bajar corriendo las escaleras mientras ella gritaba “más rápido que nos alcanzan”. No tuve tiempo de rescatar el cheque al portador de mi último trabajo ni el saxofón que siempre quise tener. Sí en cambio muchas pastillas azules que son las mejores cuando huyes de la policía. Eso dicen las instrucciones.

Faltaba un piso para llegar al infierno cuando el súbito deseo de ser un hombre bueno se inyectó en mi columna vertebral. La empujé con fuerza contra la pared y le dije esta vez será a mi modo. La sorpresa en sus ojos brilló a través del flequillo, quiso oponerse y un hombre bueno le golpeó la frente con un puño seco y resucitado. No volvió a mirarme, en cambio se bajó los pantalones –esta vez con nitidez- y me apretó entre sus piernas como quien mata un grillo a media noche. Al terminar, sabía que sería mi mujer para siempre y que, tras matar algunos policías, saldríamos adelante hacía un futuro lleno de luces y esperanza.

¡Bang Bang! Dice el arma y todo se hace claro. ¡Bang Bang! Y su flequillo se ve hermoso entre los óleos de tanta sangre.

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