jueves, 17 de diciembre de 2009

Vértigo religioso

Se divisa desde casi cualquier punto de la ciudad; ella controla a Quito entero en su forma de serpiente. Construida a partir de 1873 como un homenaje al Sagrado Corazón de Jesús, La Basílica nos recibe imponente. La reverencia es obligatoria, también el silencio. Sin embargo, a diferencia de muchas iglesias, ésta no sólo hace postrarnos ante su majestuosidad –comparada por algunos con las de San Patricio o Notre Dame- sino que nos invita a formar parte de su vista magnánima previa penitencia corporal.

La imponente fachada, sus veinticuatro capillas como veinticuatro las provincias de Ecuador, el panteón de los gober
nantes, las sempiternas columnas ancladas sobre una colina, los apóstoles y evangelistas que desde lo alto resguardan la nave central… todo queda en segundo plano comparado a la adrenalina de subir al campanario de la Basílica. Si se tiene alma –y sobre todo el físico- de
deportista, se puede hacer la totalidad del camino a pie. Si sobran intenciones pero faltan las fuerzas un elevador nos puede dejar en el tercer nivel. A partir de ahí empieza una verdadera ascensión al cielo. Son 235 escalones que van progresivamente de la seguridad del concreto simétrico hasta el endeble acero de líneas verticales donde hay que trepar usando manos y pies y nervios templados. A medida que se sube uno puede ver a, por un lado, las gárgolas con formas de reptiles y anfibios pertenecientes a la fauna ecuatoriana cuyas fauces amenazantes custodian la fachada principal y, por el otro, en una línea perfecta y a lo lejos, la virgen del panecillo haciéndole venia a nuestra aventura.
La primera parada es dentro de un reloj. Estar dentro de una maquina reguladora del tiempo que se jubiló en 1993 hace inevitable alguna breve reflexión, algunos incluso han dejado constancia de su pensamientos en las paredes blancas que sostienen el círculo gigante del reloj, como aquella amante anónima que, usando tinta roja, juró querer a Marco por siempre para que nunca le olvide, de esto no hace cinco años ¿cumplió su promesa? El tiempo, el implacable, el que pasó. Seguimos subiendo y las escaleras son cada vez más difíciles y el aire golpea con mayor fuerza las mejillas recordándonos que nuestra fragilidad es directamente proporcional a la altura
que vamos alcanzando.

Nos reciben tres campanas y sus respectivas sogas para hacerlas sonar como una travesura infantil cerca a las nubes. Si en el cuarto de abajo tenemos la sensación de custodiar el tiempo en éste podemos controlarlo. El ruido mojado y su reverberación que en otros tiempos regía la vida
de una ciudad entera. Queda poco para la cúspide. Se mezclan las sensaciones de poder y sumisión, ser inmensos e insignificantes. El último cuarto no tiene piso sino vigas entrecruzadas donde más que caminar se hace acrobacia. Aberturas diminutas en las esquinas de la cúpula nos invitan a conocer el vértigo.
Estoy en una de las cuatro esquinas exteriores del cuarto más alto de la Basílica. Una porción de concreto que apenas deja espacio para sentarse en un desafío a la sensatez. Mis pies cuelgan y el aire, ahora sí, no sólo sirve para respirar sino también para temer. Desde este punto las casas y edificios de Quito son apenas triangulitos y rectángulos de colores, los autos son hormigas y las montañas compañeras de altitud. Solo queda estarse quieto y en silencio. Ya el descenso nos devolverá progresivamente al ruido del mundo.

(fotos de Alegría Acosta)

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