jueves, 22 de octubre de 2009

Muerte en ciudad vendida

Como cada mañana, Chavela daba las gracias y maldecía por igual. Detestaba la basura que los facinerosos tiraban sobre el agua que, kilómetros arriba, en su caserío, servía para lavar la ropa y preparar el arroz, pero no podía ignorar el hecho que, de esa misma mierda de ciudad, obtenía las botellas y plásticos que luego vendía en el mercado como una de sus tantas formas para ganarse la vida.
La mañana del 20 de septiembre, sin embargo, ningún pensamiento pudo lograr ese equilibrio habitual de reniego y satisfacción ni ahuyentar la miseria que sintió en el estómago al encontrar un cadáver en medio de una montaña de botellas plásticas que, segundos antes, avizoró con codicia resignada. Aunque apenas miró al hombre por algunos segundos antes de salir gritando, Chavela tuvo en claro dos cosas: el tipo estaba realmente muerto y, por las marcas sanguinolentas en todo el torso desnudo, su muerte no había sido pacífica.
A dónde iría a parar la ciudad de Piura que ya no sólo echaba basura a su río, sino también hombres asesinados.

A las 11 de la mañana el sargento inspector Modesto Dogo buscaba una vez más la manera de borrar los mensajes de texto que enviaba desde su nuevo celular. Aunque Dora sabía de la importancia que tenían para él los pocos objetos que consideraba privados en su vida, la sola posibilidad de que su señora descubra el romance con una de las cocineras de la cafetería donde solía almorzar cuando estaba de servicio lo asustaba más que cualquiera de las cuatro veces en que tuvo que dispararle a un hombre. Zigzagueaba sin éxito el pulgar por entre las diminutas teclas cuando Mariella irrumpió en su oficina, llenando el ambiente rancio del lugar con ecos de su perfume de niña bien.
“¿qué haces aquí, chiquilla?” pensó Modesto como cada vez que la veía entrar –bella y disonante- al cubil gris de la comisaría. De apellido barroco e imponente en Piura, graduada con honores en Comunicación, había entrado hacía dos años a practicar con ellos como parte de un requisito académico. Lo que empezó, sin embargo, como un trabajo breve destinado a mejorar la imagen de la dependencia, atendiendo con cara amable los reclamos de robos efímeros y golpizas familiares, se convirtió en la vocación definitiva de la muchacha. Para cuando le tocaba ejercer su carrera estaba más que decidida a quedarse en ese universo donde su rostro frágil destacaba del resto pero donde también era tratada como el más silvestre de los cabos en un día de prisas y lisuras. Lo hizo en desmedro de una oficina propia en Lima, donde la esperaban para ponerle un traje pegado a sus caderas luminosas y un rótulo para atender a niños rubios quejándose sobre sus nuevos aparatos. En los últimos meses incluso, Dogo notaba cómo la joven empezaba a acompañar en las investigaciones, siempre callada aunque con una idea cuando menos sensata lista para compartir si se lo pedía.
“Pura casualidad, detective, encontré lo que me gusta hacer de pura casualidad.” Todo lo contrario a tu caso. ¿Verdad, Dogo? Desde que eras un niño rechoncho con problemas de concentración quisiste ser policía; luego, de adolescente, las burlas y vaticinios de error no mermaron tu tenacidad ni cambiaron el rumbo que querías para tu vida. Te hiciste parte del Cuerpo y más aún del área de investigaciones con la que soñabas. Quince años después no hay un solo día en que no te arrepientas de haber sido tan constante con lo que más querías en el mundo. Supongo que no hay que confiarse demasiado de los propios sueños, pensó.
- una mujer que recogía basura en el río a la altura del puente Sánchez Cerro encontró un cadáver.
- Buen día, Marielita
- Buen día, detective. ¿usted maneja?
- Claro, es mi carro. Más bien ¿crees que en el camino…
- Ya se lo he dicho, no voy a enseñarle a tapar sus cochinadas
- Bueno, vamos.
continuará (supongo)...

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