- ¿Crees que lo encontremos?
- Seguro, siempre está parado por aquí.
El aguacero quiteño empezaba su monotonía vertical pero mi colega estaba confiada de dar con él. No hubo que esperar mucho para corroborar sus predicciones. En mitad de la avenida Venezuela, protegiéndose de la lluvia bajo el techo de una tienda de trajes usados estaba el músico. Aunque no tocaba canción alguna llevaba la guitarra en clara posición de alerta. Nos acercamos. No pareció notar nuestra presencia hasta que le toqué el hombro.
- Disculpe, señor, ¿será que podemos conversar un ratito con usted?
- Yo no tengo ningún problema –fue su respuesta categórica-
- ¿Nos sentamos en algún lugar?
- No, yo nunca me siento cuando trabajo.
Una hora después seguíamos en el mismo sitio, de pie y con la lluvia entrometiéndose en la conversación. Atanasio Vedoya empezó su historia dejándonos en claro que ahí, en el escenario de una calle transitada o en cualquier escenario, su nombre artístico era Miguel Monterrey. Ochenta años cumplidos, una vida errante y a tantos errática “porque usted sabe, los músicos son como los gitanos” me dijo esbozando una sonrisa inquieta bajo su gorrita de cuero negro.
Empezó a tocar guitarra junto al mismo muchacho que, asegura, secundaba a Carlos Gardel en sus inicios barriobajeros. Poco a poco fue sumándole talentos a su jornada: el canto en primer lugar y la composición después. Su memoria dicta que grabó treinta temas con orquesta en su natal Buenos Aires antes de partir hacia lo incierto en 1994. Dice que pudo ser famoso en Argentina, pero prefirió el anonimato errante aunque no desprovisto de triunfos a punta de canción “He estado en todo Sudamérica y siempre me han tratado bien, en Perú conocí al presidente Fujimori y en Colombia canté dos meses en un programa que se trasmitía a nivel nacional.” Como quien mete hojas sueltas dentro de un libro de tapa dura, Don Miguel intercalaba historias de famosos entre las páginas de su propia biografía. Atahualpa Yupanqui, Charles Chaplin y sobre todo Gardel asomaban en el relato mientras los goterones cada vez mas gruesos mojaban los billetes desaliñados –soles, pesos, y hasta jubilados sucres- con los que había decorado su guitarra.
La incertidumbre empezó a asomar a medida que intentábamos despedirnos y él encontraba una nueva y “última” historia que contarnos. Y es que más que una conversación, lo de aquella tarde fue el monólogo tardío de un anciano afable. Pero ¿cuánto había de cierto en sus historias? La inverosimilitud de algunos pasajes de su carrera –que de pronto se extendió no sólo a músico sino también a cómico y director de cine- y ciertas contradicciones de tiempo y espacio pusieron entre nosotros y don Miguel una nube invisible de dudas que él trataba de sortear con una nueva e increíble anécdota. Como cuando fue a cantar donde unos mafiosos, como cuando se peleó con una reconocida actriz, como cuando le ofrecieron ir a Europa… ¿Es posible tanta aventura?
¿O será acaso que no queremos creer? Pensé ¿Será que incluso a un lugar tan propicio para la ensoñación y el recuerdo como el Centro Histórico de Quito había llegado la incredulidad de una época donde se ve demasiado pero se mira poco? A lo mejor no es que no existan gitanos errantes y músicos que pasan el día a día con cinco centavitos de felicidad sino que nos negamos a verlos más allá de la ficción. Miguel Monterrey interpretó con voz casi apagada un tango sin costo alguno antes de guardar su herramienta de trabajo y echarse al bolsillo las pocas monedas recolectadas durante la jornada. Como colofón a su relato nos dijo que planeaba irse a México no sin antes grabar un tema compuesto especialmente para Quito. “Mañana tengo la primera grabación. Que el de arriba les premie” dijo antes de retirarse. Buena suerte Atanasio. Buenas tardes Don Miguel. Queda la incertidumbre sobre la verdad de sus palabras. Aunque tras unos pasos decidimos –qué más da- creerle todito.
Como dice un tango de Piazzolla
¡Loco! Cuando anochezca en tu porteña soledad,
por la ribera de tu sábana vendré
con un poema y un trombón
a desvelarte el corazón.
(foto de Alegría Acosta)